EL MALESTAR DE LOS DIFERENTES ORGANOS
EN LAS INFLAMACIONES
Todo comienza con una puntada en algún lugar del
abdomen. La aguja puede ser saltarina y pasar del bajo vientre a la espalda
doblando por la zona lumbar e instalarse después en el hueso sacro a las tres
de la madrugada.
Dentro de un cuerpo suelen haber importantes
conciliábulos que, como la elección papal, pretenden ser secretos. Puede ser el
intestino cargado, inflamado, pleno de sustancia quieta, pero no muerta, (que
tiene su significado y su sentido), sujeta a movimientos peristálticos que,
solo si quieren, le dan salida. O la conminan a permanecer como sustancia
inerte.
Cuando las paredes de este órgano visceral transmiten
comunicados catastróficos, los tejidos renales se hacen eco, alteran su
cotidiano vivir, provocan dolor de cistitis mientras sustancias tóxicas se
predisponen a acrecentar su potencial belicoso y demandarán análisis de
laboratorio. Es una de las señales del entendimiento entre los habitantes de
esa cavidad, que también tiene ovarios, trompas y útero coordinados en ciertas
épocas. Alterados por problemas ajenos a su ecología, también reaccionan
irritados y se inflaman. La expresión sanguínea redime su suerte en su ciclo
astral. Sangre pasional, es también alivio y arrastra el aullido mudo de esa
exasperación que generó un vientre endurecido, desdibujada también la cintura.
Zona baja, inquilinos de trabajo rudo, producción,
metabolismo, desechos. Zona recia, con conflictos de quien debe batallar sin
resultar depositaria de alabanzas de
poeta. El corazón, más arriba, regula ritmos, cadencia los suspiros, mientras
los intestinos, el hígado, los riñones, los ovarios trabajan día y noche, sin
descanso, jornada plena que tiene su derecho a la protesta cuando quien los
porta exagera o no está en paz consigo mismo desconociendo las leyes asignadas
en el momento de su nacer humano.
PROYECTO
PARA UNA VEJEZ IDÓNEA
Vueltas
y vueltas, circunvalaciones en las que se fijan imágenes, pensamientos vagos y
años de buscar sentidos. Se sabe o no se sabe. Llega un momento en que la
ilusión se acabó y entonces las respuestas de los viejos son concretas. Algo de
locura, un poco de viento, esto era todo, se anda con sumo cuidado y se sonríe
poco. Los llamados viejos han acumulado amores y odios y se encorvan por el
peso de tales responsabilidades. Ocultan a los que crecen lo que saben y el
secreto se transforma en enigma.
Imposible
imaginar el dolor futuro y cuánto cansancio me provocará el desgaste. ¿Se me
caerá el pelo? ¿Perderé los dientes? ¿Pensaré que el mundo es peor de lo que
ahora creo? Trato de llevar al extremo mi pesimismo casi innato: Una foto
tomada a los ocho meses, sentada en cochecito de paseo, me muestra con
expresión escéptica, traducción más madura del gesto de un “puchero”. Detrás de
la foto, mi madre anotó la fecha, 6 de agosto de 1945. Ese día, mientras manos
amorosas me desplazaban por los senderos del paseo, la ciudad de Hiroshima
había sido destruida y mi rostro de bebé parece haber leído la noticia, antes
de que me bañaran, perfumaran e instalaran en el cochecito. Soy una mujer nacida en épocas de holocaustos, me
concedo reservas para la sonrisa ingenua.